jueves, julio 07, 2005

Capítulo 1 - Parte Primera - Duelo en la cañada de las almas

El humo del cigarro sobrevoló el aire enredándose entre su pelo. En el valle, justo al final de una cañada, estaba el templo. Éste, que había sido hermoso en tiempos atrás, ahora sólo era una sombra del ayer, y desde la lejanía parecía retarle a dar un paso más. Mientras caminaba lentamente en dirección al templo, un siseo constante lo acompañaba. Podía notarlo. Era como ese escalofrío que te sube por la espalda y no sabes a qué se debe; no es por que te estén observando, ni por que sientas miedo, simplemente, está ahí. Pero él sí sabía de donde provenía esta vez. Provenía de un suave muro transparente y sin forma que se había creado alrededor de los árboles, de toda la cañada, que ahora en vez de tener el suave tono grisáceo que era común en todo el Inframundo habían pasado a ser de un ponzoñoso e inquitante negro. Era como una ola de calor salida del mismísimo Infierno, sólo que el Infierno de momento estaba demasiado lejos como para ejercer influencia alguna. Los árboles latían. De cada uno, de cada alma atrapada en ellos, podía escuchar un triste lamento. A cada paso que daba un latido, que llegaba como un temblor de tierra, acompañaba al suyo. Un paso, un latido; un paso, un latido. Era una melodía hipnótica que trataba de pasar de los árboles a él. El manto inconsistente se retorcía ante su vista como un nido de serpientes que lo envolvía todo. Fijó la vista al frente. Dejo a un lado las dudas y siguió su camino sin vacilar tras echar una melancólica mirada a su alrededor. Al final del camino lo esperaba Ella. Vaporosa, blanca, en completa desavenencia con los ponzoñosos y negros árboles. El vestido bailaba al compás del enrarecido ambiente, mecido por una inexistente brisa. Y mientras él seguía caminando, apurando las últimas caladas de su cigarro. A cincuenta metros de la entrada del templo, donde le aguardaba Ella, sin rostro y sin expresión, se detuvo. Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con suavidad. Levantó suavemente la ballesta, y se la colocó al hombro. A su alrededor, sólo estaban él, Ella y el terrorífico grito de las almas del Inframundo.

- Craven...te estaba esperando.

Para quién no estuviera acostumbrado a oírlo, aquella voz pasaba desapercibida. Una persona normal sólo oiría el siseo de una serpiente. En cambio, Craven pudo escucharla alta y clara, carente de toda expresividad, fría como la brisa del valle.

- Pues aquí me tienes, Sierpe.
- Ya es tarde Craven. Está hecho. Sus almas me pertenecen.

El ondulante vestido de la sacerdotisa de Ofidio se movía y parecía avanzar a ras de suelo para atraparlo. La miró a la cara, si es que podía llamarse cara a dos ojos negros tan fijos y vacíos como ella misma, sobre una faz blanca, sin nariz ni boca.

- No me interesan las almas de unos pueblerinos. Sin embargo… - calló y se hizo durante un momento un silencio arrasador, sólo interrumpido por los árboles.
- Sin embargo, ¿qué? Habla, híbrido.
- Sin embargo, la tuya sí.

La Sierpe profirió un grito amenazador. De entre las ondas del vaporoso vestido aparecieron dos largos brazos terminados en punzantes garras y sin tomar impulso dio un gran salto en dirección a Craven. La Sierpe avanzaba por el aire para dar muerte a su oponente. Justo antes de caer sobre él y atravesarle con sus largas uñas, Craven dio un salto hacia atrás y mientras daba la vuelta en el aire, cargó la ballesta y disparó. La estaca de plata atravesó el pecho de la Sierpe haciéndola caer unos varios metros atrás y sesgando su vida casi por completo. Entonces, Craven se acercó lentamente a la Sierpe. La miró a los oscuros ojos y asiendo su cabeza entre las manos dijo:

- Ahora, Sierpe - y su voz se llenó de odio al pronunciar este nombre- tu alma me pertenece.
- ¡¡Nooooooooooooooooo!!

(Continuará)